Esperar lo imposible

Una vez le contaron que las heridas abiertas son dolorosas. Una vez le dijeron que procurase no tener demasiadas de esas o que acabarían con ella.

Ella no entendió nada de eso de las heridas sin cerrar hasta hace poco. Cosía las suyas muy rápido. Se le daba bien perdonar cuanto antes y evitar situaciones incómodas. Demasiado bien. Aquí paz y después gloria. Un poco a lo chapuza dirían algunos.

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Ahora ella se ha dado cuenta que, en la mayoría de los casos, eran parches, soluciones a corto plazo, promesas escritas en papeles muy pequeños que en seguida se los comía el viento y nunca volvían a aparecer por estos lugares. Todos nos llegamos a creer esas promesas vacías.

Vivía tranquila, todas sus heridas, que aunque no eran demasiadas, habían cerrado a la perfección y estaban ya prácticamente invisibles. No te voy a engañar diciendo que no había ninguna prueba del dolor. Claro que sí. Por algo existen las cicatrices, su tarea es dejar señal de lo que fue, pero las suyas eran diminutas. Me sorprende la capacidad que tiene el ser humano de recordar con mucho detalle la alegría más mínima y olvidar el dolor más fuerte que jamás haya sentido. Pura supervivencia.

Como era de esperar con cualquier evento inevitable, su primera herida abierta llegó, sin llamar a la puerta. No le avisaron que eran traicioneras. Te engañan. Se agrietan en un abrir y cerrar de ojos, creando un abismo en tu interior sin fondo. El gesto adecuado en el lugar y momento correctos y se acabó la paz.

Al principio decía, “mirad qué bien, he superado este bache”. Y lo peor es que iba pasando el tiempo, y todos se lo creyeron, y se olvidaron, y ya nadie le preguntaba. Al baúl de los recuerdos. Al cajón del “este ya no es mi problema”. Quizá sea porque la herida se empezó a cerrar algo.

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Pero, sin aviso previo ni acuerdo entre las dos partes sobre el momento adecuado (porque la gracia está en que suceda en el peor momento posible), se abrió la herida de golpe y ella se dio cuenta que ese tema se tenía que solucionar y, a poder ser, pronto. Era su volcán personal e intransferible que estaba a punto de entrar en erupción catastrófica. El tema estaba tan cerrado como tus ojos leyendo este manojo de líneas. Necesitaba pedir perdón, que se lo pidiesen o ambas cosas. Y supo en ese instante que el dolor si no hacía nada podía durar años y años y años.

Creo que las heridas abiertas son como la carcoma, te van comiendo por dentro poco a poco hasta que ya no queda absolutamente nada si no les pones una solución. Queda solo la cáscara de lo que una vez fue. Así es como acaba la gente disgustada con la vida, reprochándole a todo el mundo menos a sí mismo las cosas que le han ido mal y no haciendo nada por mejorarlas.

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Ella es de las que le gusta tomar el control de la situación. Por eso, lo más frustrante era saber que el que se cerrase dicha herida dependía totalmente de los actos de otro.

Que todo el orgullo que había mantenido durante este tiempo había sido contraproducente pero, de forma extraña, seguía sin estar dispuesta a tragárselo. Es más, cuanto más le dolía, más orgullosa y obtusa era.

Ella esperaba y esperaba a que viniese esa otra persona a ponerle la tirita, a calmar el volcán, a cerrar la cuestión abierta. Se hundió porque sabía que esto era difícil y puede que, con un alto grado de probabilidad, jamás fuese a suceder. Se hundió pensando que era la única opción.

Eso creyó hasta que un buen amigo le descubrió la segunda opción: que no pasa nada por sentir dolor.

Es más, es bueno sentirlo a veces. Lo que hay que aprender es encontrar la paz dentro de ese dolor, saber llevarlo siguiendo con tu vida y, algún día, ya ni te revolverá ver a esa persona, volver a ese lugar u oír esa canción porque no necesitarás que nadie te ponga la tirita.

Porque ya te la habrás puesto tú solito. Ya sólo quedará tu pequeña cicatriz. Tu diminuta demostración de que pudiste y, más importante aún, venciste.

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-Z.

Fotos de Henri Cartier Bresson

Lo que ellos no saben

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